Cuando tenía treinta años aprendí a respirar. Hacía ya un tiempo que era capaz, por ejemplo, de conducir un coche. Pero hasta entonces no aprendí que tenía que inhalar y exhalar siempre por la nariz y que, además, podía llevar el oxígeno hasta el lugar que quisiera de mi cuerpo. Que podía controlar ese acto mecánico para hacerlo debidamente y utilizarlo para dormirme, para curarme, para activarme o para meditar. Ahora, cuando respiro, invierto sólo la energía justa. Con la que me sobra, alimento la fascinación por el hecho de sentir cómo el aire entra frío por mi nariz pero está caliente cuando sale.
Más tarde, a los 31 años, más o menos, aprendí a caminar. Yo ya sabía bailar, y hasta dar volteretas. Pero entonces alguien me explicó que, al andar, debía concentrarme en mi ombligo, mi centro, y concebir el resto de mi cuerpo como un eje que lo atravesara. El eje, sin embargo, debía ser lo más recto posible, por eso corregí mi postura y ahora camino más erguida, controlando mis hombros, mi pelvis y mi cabeza, como si quisiera crecer. Y claro que quiero.
Ahora, a mis 32, estoy aprendiendo a decidir qué quiero ser de mayor. Antes pensaba que tenía que valorar mis cualidades y mis habilidades, y tratar de equilibrarlas con las cosas que me gusta hacer. Pero he descubierto que es suficiente con abrir un número suficiente de galletas chinas de la suerte y leer los mensajes que llevan dentro. Algunas contienen mensajes incomprensibles, pero al final siempre te sale alguna profecía con sentido. Yo, sin ir más lejos, gracias a una de esas galletas, he sabido que voy a ser una estrella del rock.
Si he aprendido a respirar y a caminar, estoy segura de que puedo aprender a hacer cualquier cosa.
domingo, 29 de junio de 2008
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