Estoy esperando el autobús. Junto a mí, una abuela, cuyo olor me sacude las fosas nasales y las neuronas, claro. Se ha puesto litros de colonia de lavanda -colonia fresca, la llaman, pero el que la lleva está condenado a tener siempre un olor herbal y triste en la piel. Pero hay otro olor. Es más indefinido, pero en mi conciencia -o en mi subconsciente- es un signo casi inequívoco de putrefacción. Cuando se mezcla con el perfume de lavanda, el resultado es el olor a muerte. ¿De verdad no lo notas? Está en todas partes, y yo lo detecto y lo reconozco sin placer, ni asco, ni morbo, ni nada. De hecho, creo que acepto la vejez y la muerte, pero me parecen ciencia ficción. Realmente no me hubiera sorprendido que la señora del autobús se hubiera puesto a mudar la piel allí mismo, por ejemplo. Su epidermis está casi acabada celularmente, ya es sólo una superficie ultrafina, arrugada y seca. Una mortaja.
Creo que acepto la vejez, sin embargo no llevo bien que sea tan orgánicamente obvia.
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