domingo, 27 de enero de 2008
Lo nuestro no funcionaría
Es casi un proceso natural: cuando vas más o menos por la mitad de la segunda temporada de Doctor en Alaska, te enamoras irremediablemente de Ed Chigliak. Vale, es un freak, "pero es especial", te dices. Y entiendes que el chico no es que sea corto, sino que es extremadamente sensible. Por otro lado, sospechas que los guionistas incluso podrían estar dándote a entender que es virgen, "pero qué más da", piensas, "yo podría enseñarle a éste un par de cosas", y empiezas a desarrollar una fantasía romántica de amor puro con un aprendiz de chamán ficticio que se protege del frío polar con sólo unas botas camperas y una cazadora de cuero. Te citas con él cada noche, de domingo a jueves, a una hora indeterminada de la madrugada y suspiras con cada plano de su cara india, con sus ojos indios y su boca india y su melena india. Cuando comprendes definitivamente que eso es amor, lo buscas en el google y descubres que se llama Darren Eugene Burrows, de modo que ya no puedes seguir ignorando totalmente los créditos y mirar al alce, como haces siempre. Ahora tienes que fijarte porque, ahora, hablan de él. Pero un día ocurre. Cuando menos te lo esperas (más o menos al principio de la tercera temporada) ves al pobre Ed compartiendo plano con Chris, el locutor de radio ex convicto en el que no te habías fijado hasta entonces, cuando vivías totalmente cegada por tu fantasía rosa con el indio huérfano. Y Chris se lo come, lo eclipsa, lo aniquila. No sabes si es la cinta en el pelo, el aire de tío duro curtido en mil batallas o el hecho de que tenga una Harley aparcada en la puerta de la caravana en la que vive (Es que encima vive en una caravana!!!), pero Chris acaba con la imagen de Ed y, de paso, con la absurda e inocente fantasía que te habías montado con él. Desde ese momento ya no puedes pasar por alto el hecho de que Ed es sólo un pobre reponedor de supermercado que se cambia menos de ropa que Epi, o Blas. Y entonces lo ves claro y le dices "lo siento, Ed, pero lo nuestro no funcionaría" (y no es porque haya sabido que tuviste cuatro hijos y los llamaste William Franklin, Audie Valentine, Atticus Colter y Cochise Steele). Dices "no eres tú, soy yo", por no decirle que ya sólo piensas en que Chris te eche un polvo que te ponga el flequillo mirando a la aurora boreal. Y así te haces mayor comprendiendo que lo tuyo son los tíos duros que viven en caravanas y cazan ciervos, a pesar de que detestas las caravanas y la caza de ciervos. "Ya te cambiaré, Chris", piensas. Ya te cambiaré.
martes, 15 de enero de 2008
Noches literarias (o qué puedes escribir, en 10 minutos, que incluya las palabras en color)
Mi abuela se llamaba Ramona y se enamoró de mi abuelo porque era bonapartista y porque, además, había viajado mucho. Decía que había trabajado vendiendo cosas varias por los andenes de los ferrocarriles de casi toda Europa y que, gracias a ello, había conseguido amasar una pequeña fortuna y había conocido a muchas personas interesantes. A mi abuela, concretamente, la conoció en un bar, bailando en un cuadro flamenco. Ella no era la que bailaba mejor, pero era la que tenía las piernas más largas, y a mi abuelo, eso, le tiraba mucho.
"Entonces, lo que más te gustó de mí fueron mis piernas"- siempre le preguntaba ella. Pero él no se cansaba de repetirle que no, que lo mejor que tenía ella era el folklore, y mi abuela se enfadaba porque nunca llegó a entender el significado de esa palabra, ni cómo podía ser que hubiera algo mejor en ella que sus piernas.
Pero todo empezó a cobrar sentido para ella el día en que mi abuelo, desde el cobertizo de la casa que habían comprado con su pequeña fortuna, vio a mi abuela resbalar con los restos de la pulpa de un melocotón, caer y romperse las dos piernas. Esta pequeña concatenación de hechos cambió sus vidas de repente porque ella, después del dolor, pudo sonreír al comprobar que su marido aún la amaba, y dio gracias a Dios por haberle dejado intacto el folklore después de la caída.
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