Si algo he aprendido de mis gatos es a escoger, de lo que me ofrecen, lo que me interesa, y a rechazar con la cabeza alta lo que no quiero. Así hacen los gatos, siempre, con la comida, con los juegos, con las caricias. Y no es poca cosa aprender a imprimir dignidad en un gesto de rechazo. Practico yoga un par de horas a la semana y, aunque no soy una fanática de esta disciplina (no me levanto a las seis de la mañana para hacer el saludo al sol, ni me he convertido en una vegetariana que sólo viste con ropa de fibras naturales) tampoco asisto a las clases como quien va a que le den un masaje en los pies (¿o sí que lo hago?). Me gusta como ejercicio; es lento y relajante, casi narcótico. Durante las meditaciones puedes alcanzar un grado de relajación tan alto que apenas sientes el latido de tu corazón; comprendes que para mantenerte con vida necesitas muy poca energía y que, si la reduces al mínimo posible, puedes estar casi muerto. En ese estado puedes montarte en una barca imaginaria y navegar por tu torrente sanguíneo, hablar con tu páncreas o intentar desconectar tu mente, fundirla a negro. He habilitado un pequeño banco de madera de roble entre mis dos hemisferios cerebrales para que lo que llaman "el espectador profundo" -y que yo imagino como una versión de mí misma, milimétrica y coloreada sólo con la escala de grises- se siente a contemplar el vacío que queda entre un pensamiento que se va y otro que llega.
Ahora bien: no incorporaré a mi léxico las palabras mudra, Krilla, asana, chakra, hara, mantra.
No las repetiré; aunque sepa lo que son, no hablaré de ello. No me apropiaré de ningún campo semántico, como hacen los vendedores de colchones y los electricistas. Algo que sin duda distingue a un pintor de brocha gorda de otro de pincel, es la cantidad de veces en su vida que el primero dice imprimar frente a las que el otro dice deconstruir.
Me limitaré a hacer yoga y mucha gente ni se enterará porque, por más yoga que haga, la palabra que más diga seguirá siendo mierda.
martes, 30 de octubre de 2007
El espectador profundo
Si algo he aprendido de mis gatos es a escoger, de lo que me ofrecen, lo que me interesa, y a rechazar con la cabeza alta lo que no quiero. Así hacen los gatos, siempre, con la comida, con los juegos, con las caricias. Y no es poca cosa aprender a imprimir dignidad en un gesto de rechazo. Practico yoga un par de horas a la semana y, aunque no soy una fanática de esta disciplina (no me levanto a las seis de la mañana para hacer el saludo al sol, ni me he convertido en una vegetariana que sólo viste con ropa de fibras naturales) tampoco asisto a las clases como quien va a que le den un masaje en los pies (¿o sí que lo hago?). Me gusta como ejercicio; es lento y relajante, casi narcótico. Durante las meditaciones puedes alcanzar un grado de relajación tan alto que apenas sientes el latido de tu corazón; comprendes que para mantenerte con vida necesitas muy poca energía y que, si la reduces al mínimo posible, puedes estar casi muerto. En ese estado puedes montarte en una barca imaginaria y navegar por tu torrente sanguíneo, hablar con tu páncreas o intentar desconectar tu mente, fundirla a negro. He habilitado un pequeño banco de madera de roble entre mis dos hemisferios cerebrales para que lo que llaman "el espectador profundo" -y que yo imagino como una versión de mí misma, milimétrica y coloreada sólo con la escala de grises- se siente a contemplar el vacío que queda entre un pensamiento que se va y otro que llega.
Ahora bien: no incorporaré a mi léxico las palabras mudra, Krilla, asana, chakra, hara, mantra.
No las repetiré; aunque sepa lo que son, no hablaré de ello. No me apropiaré de ningún campo semántico, como hacen los vendedores de colchones y los electricistas. Algo que sin duda distingue a un pintor de brocha gorda de otro de pincel, es la cantidad de veces en su vida que el primero dice imprimar frente a las que el otro dice deconstruir.
Me limitaré a hacer yoga y mucha gente ni se enterará porque, por más yoga que haga, la palabra que más diga seguirá siendo mierda.
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