domingo, 25 de noviembre de 2007
Te gustará, incluso si no te gusta
El pasado verano conocí a Z, mi cuñada número tres. Me tocó al lado en un tostón de reunión familiar con vídeo vacacional incluido. El vídeo era, precisamente, de sus vacaciones en Disneyland París, donde había pasado una semana con sus dos hijos y con su marido. Recuerdo que se recostó en el sofá y se descalzó para verlo y que, en conjunto, sus gestos denotaban jovialidad. Observé, además, que llevaba las uñas de los pies pintadas a juego con la camiseta: negras, con puntitos dorados.
Yo no suelo prestar mucha atención a estos vídeos, a no ser que sean antiguos y muestren el mundo de un modo en que yo no lo he conocido. No sé si ella reparó en que yo estaba distraída pero, como para recuperar mi atención, me dijo: "Disneyland París es el mejor lugar para ir de vacaciones".
"Bueno"-respondí- "supongo que es así si tienes hijos pequeños, como es tu caso". Yo estaba siendo diplomática. En realidad, Disneyland París me parece el mejor lugar del mundo para ir a suicidarse, pero no era plan de comentárselo a ella. En la pantalla apareció su sonriente hija pequeña disfrazada de Jack Sparrow. "Sin apartar los ojos del televisor, me dijo: "Es el mejor sitio para ir de vacaciones, incluso si no tienes hijos". Z no iba a admitir que añadiera peros a la seguridad de sus elecciones. "Mira, Z, no me gustan los parques temáticos". Z, entre firme y condescendiente respondió "Aun así, es el mejor sitio". Y como si quisiera adelantarse a cualquier otra posible réplica, añadió "Incluso si no te gusta París, incluso si no te gusta Disney". "Me rindo", dije por fin. No hubiera logrado hacer cambiar de idea a aquella chiflada aunque le hubiera dicho que tengo fobia a Mickey Mouse. Z es una fanática de sus propias ideas. Sus decisiones son siempre idóneas, sus elecciones son siempre las más acertadas. Z siente la terrible necesidad de hacer ver a los demás que sus vidas son peores que la suya.
He sabido hace poco que Z se ha separado de su marido, a quien ya había dejado de querer durante aquel verano mágico en que se filmaron sonrientes frente al Palacio Principesco. Seguramente aparecerá en alguna de las reuniones navideñas a las que pronto tendré que asistir. No me cuesta imaginármela, con sus ojillos fríos y su voz firme diciéndome "Estar separada de tu marido es la mejor situación posible". Para adelantarse a mis peros, ahorrármelos a mí y evitar oírlos ella, añadirá "Incluso si le quieres. Incluso si no tienes graves problemas de convivencia", y empezará a cantar las excelencias de la vida de madre soltera. Le diré que no puedo esperar para ver el vídeo de sus próximas vacaciones, en Disneylandia, sola, con un disfraz de Cenicienta la noche del baile, intentando ligarse al hombre perfecto que, con toda seguridad, se oculta bajo el aparatoso disfraz de Pato Donald.
viernes, 16 de noviembre de 2007
Personas a las que no quiero
Hace poco, mientras esperaba a alguien en la puerta de un cine, me encontré a otro alguien a quien hacía mucho tiempo que no veía. "Por lo menos siete años", dijo él después de darme un par de besos, y tenía razón. Nunca tuvimos una relación muy estrecha, pero aquel día nos alegramos mucho de encontrarnos. De hecho, nos sorprendimos al darnos cuenta de que, en realidad, sólo nos habíamos visto cuatro o cinco veces antes, de modo que la efusividad de aquel reencuentro no tenía sentido, o simplemente revelaba que, si las cosas en el pasado hubieran sido distintas, tal vez habríamos llegado a ser buenos amigos, quién sabe. Y digo esto a pesar de que lo único que teníamos en común era una persona; hubo un tiempo en que su mejor amigo fue mi amante, y eso fue lo que hizo que coincidiéramos alguna vez, e incluso coincidiéramos en un par de cenas. Pero aquello duró muy poco tiempo, así que salimos el uno de la vida del otro del mismo modo abrupto y accidental en que habíamos entrado. Aunque en todo este tiempo no me había preguntado con verdadero interés qué habría sido de su vida, encontrarlo, como ya he dicho, me produjo una alegría tremenda.
Como es lógico, en algún momento de la conversación le pregunté por nuestra persona en común, con una curiosidad más bien leve, pero gracias a la cual llegué a saber que aquel tipo, con quien había tenido una breve y sencilla relación sexual, y cuyo destino me importaba más bien poco, me había amado.
Sé muy bien, y siempre lo he sabido, que le costó aceptar que dejáramos de vernos, aunque siempre pensé que lo superaría pronto; habíamos compartido tan pocas cosas. Lo cierto, según lo que sé ahora, es que tardó un par de años en superar aquello, durante los cuales dejó su trabajo y se fue a vivir a París tratando, ya no tanto de olvidarme, como de imbuir de cierto lirismo un dolor del que, de todas maneras, no podía desprenderse. Finalmente lo consiguió, y hace tiempo que vive felizmente con una chica, aunque le es imposible hablar de mí sin resentimiento.
No me siento halagada. Me cuesta entender, por ejemplo, que alguien asociará (o va asociando ya) mi nombre y mi cara con la ciudad de París, donde yo nunca he estado. Me asusta saber que puedo seguir formando parte de la vida de alguien cuando ya no quiero seguir formando parte de ella. Le di recuerdos para él; me dijo que no se los daría.
sábado, 10 de noviembre de 2007
Agorafobia sentimental
E y E no eran, en principio, una pareja atípica. Empezaron a salir juntos en el último año de universidad y, viendo que las cosas les iban bien, decidieron irse a vivir juntos. A causa de la precariedad de sus respectivos sueldos, tuvieron que conformarse con alquilar un apartamento de 30 m2, bastante céntrico, pero increíblemente pequeño. El espacio se repartía en una estancia que era a la vez cocina, salón y dormitorio, más un baño minúsculo al fondo. De algún modo, encontraron el optimismo suficiente para ver en ese espacio -que sin duda era menor que aquel al que estaban renunciando al irse de casa de sus padres y, además, costaba dinero- un lugar en el que ser felices. Desde mi punto de vista, estaban siendo ingenuos, y la ingenuidad es una de las cualidades que más respeto (porque lo contrario a la ingenuidad a veces no es más que el pesimismo, la precaución extrema, el miedo). A mí siempre me ha parecido que renunciar a un espacio propio, a cierta intimidad, y habitar en un mundo en el que un montón de platos por fregar pueden ser tu última visión antes de cerrar los ojos y dormirte, son un precio demasiado alto para convivir con alguien. Aunque ese alguien sea ese alguien que llevabas toda tu vida buscando.
Pero ha pasado el tiempo, y E y E ya no tienen ninguna necesidad de prolongar su convivencia en ese núcleo breve y limitador, pero siguen ahí. Buscan otros pisos, van a verlos, hablan de los pros y los contras, pero de algún modo se las arreglan para hacer que la lista de inconvenientes sea siempre más larga que la de las ventajas.
No creo que lo reconocieran ni siquiera ante sí mismos, pero la verdad es que temen desplazarse a otro espacio más amplio que el suyo. Han desarrollado una especie de agorafobia sentimental que les impide exponer su amor a grandes superficies (eso es para los que aún se lanzan a la convivencia enarbolando la bandera del egoísmo). Y es que en un piso con un pasillo, un salón, una cocina y dos habitaciones podrían llegar a distanciarse de veras. De repente, E ya no tendría por qué saber qué libro lee E, qué hace, qué música escucha, o con quién habla por teléfono. Es posible que al principio no se ocultaran estos pequeños detalles a propósito, pero aun así.
Los apartamentos pequeños esconden a veces grandes verdades, por eso hace tiempo que E y E saben que en un espacio mayor no sólo caben más libros, más aficiones y más muebles. También caben más secretos. Con el espacio suficiente, incluso ellos, que se quieren tanto, podrían llegar a tenerlos.
Pero ha pasado el tiempo, y E y E ya no tienen ninguna necesidad de prolongar su convivencia en ese núcleo breve y limitador, pero siguen ahí. Buscan otros pisos, van a verlos, hablan de los pros y los contras, pero de algún modo se las arreglan para hacer que la lista de inconvenientes sea siempre más larga que la de las ventajas.
No creo que lo reconocieran ni siquiera ante sí mismos, pero la verdad es que temen desplazarse a otro espacio más amplio que el suyo. Han desarrollado una especie de agorafobia sentimental que les impide exponer su amor a grandes superficies (eso es para los que aún se lanzan a la convivencia enarbolando la bandera del egoísmo). Y es que en un piso con un pasillo, un salón, una cocina y dos habitaciones podrían llegar a distanciarse de veras. De repente, E ya no tendría por qué saber qué libro lee E, qué hace, qué música escucha, o con quién habla por teléfono. Es posible que al principio no se ocultaran estos pequeños detalles a propósito, pero aun así.
Los apartamentos pequeños esconden a veces grandes verdades, por eso hace tiempo que E y E saben que en un espacio mayor no sólo caben más libros, más aficiones y más muebles. También caben más secretos. Con el espacio suficiente, incluso ellos, que se quieren tanto, podrían llegar a tenerlos.
viernes, 9 de noviembre de 2007
Hogar, dulce hogar
Paso mucho tiempo en casa. Leo, traduzco, bailo, como galletas, escribo esto. Y aunque hay muchas cosas a las que me he acostumbrado (a que el suelo esté tan frío por la mañana, al ruido de las cañerías, al llanto del perro Mario), hay cosas que me cuestan más. Entre ellas, una vecina cuyas singularidades, enumeradas sin mayores explicaciones, compondrían un personaje totalmente inverosímil. De todas ellas me parece interesante destacar –en la medida en que me afectan- el olor rancio e indeterminado que se escapa (huye) de su casa y su afición al canto. Ella canta. La oigo por el patio de luces mientras cocina; yo como galletas, bailo, leo, traduzco, escribo esto. Y lo que oigo es una señora de unos cincuenta y pico años con una voz más rasposa que un estropajo de aluminio, cantando una retahíla de coplas mientras, alternativamente, se va soltando pedos. Aprovecha los espacios entre canciones o los solos instrumentales que no le apetece reproducir para hablar con su loro al que (por una razón que no alcanzo a comprender) ha bautizado igual que a su hijo. Este último hecho crea situaciones confusas constantemente, y duele pensar qué fácilmente podrían haberse evitado si ella hubiera tenido la sencilla ocurrencia de pensar en otro nombre. El pobre loro, con su nombre usado, sufre como yo los recitales de la Jurado que ella es capaz de improvisar mientras prepara unos garbanzos con chorizo (ay, dios, garbanzos!) o lava una col. Lo mejor es cuando canta "No llamarme Petenera, que ese mote es mi castigo, ese nombre es la bandera que está acabando conmigo". Esta copla demuestra que la precede alguien que quiso ver el problema en la forma y no en el fondo o, en este caso, en el mote y no en los pedos que se tiraba. A pesar del tiempo, la canción se las ha arreglado para llegar hasta ella. Esto es determinismo musical y lo demás son tonterías.
lunes, 5 de noviembre de 2007
La burbuja musical
Desde que tengo un mp3, lo llevo a todas partes, y con él mi barrio no parece tan cochambroso. (I've been to Memphis and Muscle Shoals and I love a woman what I don't know). No salgo de casa sin conectarlo, y me evita el estrés que me producen los ruidos de los coches, de las conversaciones a voz en grito (en mi barrio la gente dispone de unas cuerdas vocales súper potentes, o son sordos, o idiotas, pero gritan que no veas, más que en otros barrios. Si vas a un bar y hay gente gritando hasta el punto de que es imposible oír la tele, el dueño simplemente sube el volumen de la tele un poco más, nadie se plantea hacer bajar la voz de los clientes). Podría perfectamente editar recopilaciones con "la mejor música para ir al Caprabo" o "éxitos imprescindibles para hacer un viaje en autobús de una hora y media". Ahora me tomo el café escuchando a Lyle Lovett, (The sun comes up in a coffee cup. Waitress, please, I've had enough) aunque entre canción y canción oiga a una mujer en la otra punta del bar gritando -y dirigiéndose a alguien que tiene a sólo medio metro de distancia- :"Mira, Mari, has visto los anoraks que hay en el Lidl?!!! Tengo que rellenar con algo esos espacios que quedan entre canción y canción (y aprender a vaciar el espacio que queda entre un pensamiento que se va y otro que llega).
Como decía, ya no desconecto el mp3 para nada. El otro día me crucé con mi vecina de abajo por la escalera y ella, que es ya muy mayor y tiene la cabeza muy fuera de este mundo, (tanto como para no intuir hasta qué punto puede verse limitado un hecho comunicativo si uno de los dos interlocutores lleva unos auriculares puestos)- pues ella, me empezó a hablar. Normalmente sólo me habla para dos cosas: para decirme que, cuando llueve, las gotas de agua que resbalan de las hojas de mis plantas le mojan la ropa, o bien para quejarse de las fiestas que organizan mis compañeros de piso imaginarios. Sé que no debo discutir con ella, que lo único que consigue calmarla es que le sonría y le diga que sí. Y como yo sé sonreír y decir sí sin quitarme los auriculares, lo hice, ignorando su discurso y maravillándome con el espectáculo de verla allí, tan pequeñita y desaliñada, moviendo una boca que para mí no emitía sonidos, como un teleñeco despeinado (Lord I can't believe what I see, how could you be alone when you could sit right here beside me girl and make yourself at home).
Más tarde, alguien me hizo notar que tal vez había llevado las cosas demasiado lejos, era una cuestión de respeto. Yo sigo pensando que no tengo el deber de escucharlo todo, ni siquiera de oírlo, aun cuando vaya dirigido a mí y aunque, en principio, me afecte. Después de todo, ¿de cuántas cosas que me afectan permanezco ignorante? Ya que no tengo la capacidad de saber todo lo que ocurre a mi alrededor, al menos puedo poner un filtro para la información auditiva que capto y que no me interesa.
Me alejo de mi vecina en cuanto sus labios permanecen quietos, le digo adiós con la mano y me digo que no hago mal, pero que la próxima vez me quitaré los auriculares; me los dejaré puestos sólo una de cada dos veces que me la encuentre, por si acaso. Pero sólo por si acaso.
(And I make my bed where I lay my head and I wish I heard what she just said).
sábado, 3 de noviembre de 2007
Perspectiva
No soy una gran cocinera. En mi mesa, la gente no suele levantar la cabeza con asombro para decir cosas como "Vaya, esto está increíble..." No es que no reciba elogios, ni que haya sorprendido a alguien escupiendo disimuladamente en la servilleta. No es eso. Lo cierto es que sé cocinar; puedo cocinar casi cualquier cosa: comida de todas las nacionalidades, para todas las estaciones del año, para enfermos, para alérgicos a lo que sea, para comer con ocho cubiertos, o con unos palillos o con las manos. De hecho, cuando me ato el delantal, no suele ser para freír un bistec con patatas. Cuando pregunto si está bueno todo el mundo dice "sí, claro, mucho." Pero, a pesar de esto, y de que sé que no hago nada mal, tampoco se me olvida que nunca he conseguido emocionar a nadie con mi comida. Entiendo que, si las reacciones son mediocres, eso significa que lo que tú has hecho también lo era, ¿no? A mí lo que me gustaría es que alguien rompiera a llorar de felicidad encima de mis macarrones, que alguien besara el plato donde le he sevido el mejor lenguado de su vida. Que alguien me llamara después de mucho tiempo de haber comido en mi casa y me dijera: "¿Sabes? ha pasado el tiempo pero no he podido olvidar tu flan de coco".
Por eso, aunque sea una guarrada, cuando a D le da por lamer el plato después de comer, no me enfado, porque es lo más parecido a lo que secretamente deseo. Y es que, a la hora de la verdad, todas las aspiraciones románticas suelen materializarse en su versión doméstica, más burda, aunque terriblemente sincera. Cuando tengo un buen día incluso yo puedo darme cuenta de eso.
viernes, 2 de noviembre de 2007
Don't cry, Mario, don't cry
Mario no existe. O sólo existe porque yo existo, que para el caso es lo mismo. Lo que trato de decir es que me lo he inventado. Me he inventado a un perro llamado Mario. Bueno, el perro existe, lo sé porque lo oigo ladrar todos los días, a todas horas, desde algún lugar suficientemente lejano para que no pueda localizarlo, y lo bastante cercano para que yo le oiga. Si le oigo, es que existe, y si encima se llama Mario, entonces yo no me he inventado nada. Ahora bien, para algunos no será suficiente oírlo para probar que existe. Haría falta verlo. Qué más quisiera yo que ver a Mario, pero tengo que conformarme con hablarle desde la ventana de la cocina. No era posible quedarse indiferente ante tanto ruido y tanto llanto. Porque es que Mario, más que ladrar, llora. ¿Y yo qué hago? Pues voy y empiezo a llamarle Mario, por no llamarle perro a secas, para crear un vínculo más familiar entre nosotros. Le doy un nombre bonito que le haga olvidarse un rato de su vida de mierda. Si llego a casa y no me espera nadie, abro la ventana de la cocina y grito "¡hola, Mario, ya estoy en casa! (¿quién se olvida entonces de su vida de mierda?), y cuando llora le digo que no llore, y no le pregunto nada porque no podría responderme, pero hay algunas cuestiones que me gustaría que me aclarara. Dónde queda su casa, por ejemplo, o qué cosas cree que le darían consuelo. Con el nombre de Mario vinieron todos estos cambios en mi vida y en la del perro, pero también vinieron más cosas, como algunas fantasías sobre cómo sería el aspecto de Mario. De ninguna manera es un perro grande y negro; tampoco es un perrillo de esos que parecen ratas con peluca. Mario es un perro listo y marrón de tamaño mediano. Imposible saber qué le hace llorar. A veces me cruzo con perros por el barrio y les digo "Mario!" para ver si son él, pero en el fondo tengo claro que si un día nos cruzamos por la calle nos reconoceremos al instante. Yo no puedo evitar imaginármelo como este sick dog de Michael Sowa, pero no quiero ni pensar cómo me imagina él a mí, qué clase de ser se ha imaginado él que le dedica ruidos indescifrables desde un lugar impreciso aunque cercano.
Pero es que hay cosas que uno prefiere no saber.
jueves, 1 de noviembre de 2007
El vientre de la lavadora
Tengo un taburete de madera de un palmo de alto, más o menos. Está pensado, con toda seguridad, para subirse a él más que para sentarse en él. Y, efectivamente, lo uso para eso; mi cocina no fue diseñada para mí, no llego a los armarios de arriba y, siempre que cocino, me paso la mitad del tiempo encaramada a este pequeño mueble (me cuesta llamarlo así, es tan pequeño). A veces lo uso para hablar con D, o para que D me hable sin tener que mirar hacia abajo, para que me bese sin tener que agachar la cabeza, para hablar con cierta autoridad jocosa.
Tuve un compañero de piso que lo usaba para sentarse a mirar cómo se cocía la pizza en el horno. Le entendía tan bien. En doce minutos ves un proceso completo de transformación de la materia: cambian los colores, la textura, la condición (algo no era comestible y de repente lo es). Es como sentarse a ver uno de esos documentales en que te muestran cómo se abre una flor a toda velocidad. Más o menos. Pero yo nunca uso el taburete para eso, aunque suelo sentarme en él para observar otro electrodoméstico más interesante, si cabe: la lavadora. Las lavadoras me fascinan, tienen algo majestuoso y maternal a la vez. Sentarse a mirar a través de su puerta redonda es como espiar las entrañas de un robot bueno. La catarsis del proceso de purificación llega con el centrifugado y, después de un par de horas, de su vientre mana ropa limpia, perfumes artificiales, calcetines fríos y desparejados. Observar el proceso es tan terapéutico como ordenar tu casa; crees que alterando positivamente tu entorno estás haciendo lo propio con tu cabeza. No sé si funciona, pero el caso es que lo hacemos. Pues no he lavado veces mi conciencia con Dixan.
(Aunque es mejor usar Norit para conciencias delicadas).
Tuve un compañero de piso que lo usaba para sentarse a mirar cómo se cocía la pizza en el horno. Le entendía tan bien. En doce minutos ves un proceso completo de transformación de la materia: cambian los colores, la textura, la condición (algo no era comestible y de repente lo es). Es como sentarse a ver uno de esos documentales en que te muestran cómo se abre una flor a toda velocidad. Más o menos. Pero yo nunca uso el taburete para eso, aunque suelo sentarme en él para observar otro electrodoméstico más interesante, si cabe: la lavadora. Las lavadoras me fascinan, tienen algo majestuoso y maternal a la vez. Sentarse a mirar a través de su puerta redonda es como espiar las entrañas de un robot bueno. La catarsis del proceso de purificación llega con el centrifugado y, después de un par de horas, de su vientre mana ropa limpia, perfumes artificiales, calcetines fríos y desparejados. Observar el proceso es tan terapéutico como ordenar tu casa; crees que alterando positivamente tu entorno estás haciendo lo propio con tu cabeza. No sé si funciona, pero el caso es que lo hacemos. Pues no he lavado veces mi conciencia con Dixan.
(Aunque es mejor usar Norit para conciencias delicadas).
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