E y E no eran, en principio, una pareja atípica. Empezaron a salir juntos en el último año de universidad y, viendo que las cosas les iban bien, decidieron irse a vivir juntos. A causa de la precariedad de sus respectivos sueldos, tuvieron que conformarse con alquilar un apartamento de 30 m2, bastante céntrico, pero increíblemente pequeño. El espacio se repartía en una estancia que era a la vez cocina, salón y dormitorio, más un baño minúsculo al fondo. De algún modo, encontraron el optimismo suficiente para ver en ese espacio -que sin duda era menor que aquel al que estaban renunciando al irse de casa de sus padres y, además, costaba dinero- un lugar en el que ser felices. Desde mi punto de vista, estaban siendo ingenuos, y la ingenuidad es una de las cualidades que más respeto (porque lo contrario a la ingenuidad a veces no es más que el pesimismo, la precaución extrema, el miedo). A mí siempre me ha parecido que renunciar a un espacio propio, a cierta intimidad, y habitar en un mundo en el que un montón de platos por fregar pueden ser tu última visión antes de cerrar los ojos y dormirte, son un precio demasiado alto para convivir con alguien. Aunque ese alguien sea ese alguien que llevabas toda tu vida buscando.
Pero ha pasado el tiempo, y E y E ya no tienen ninguna necesidad de prolongar su convivencia en ese núcleo breve y limitador, pero siguen ahí. Buscan otros pisos, van a verlos, hablan de los pros y los contras, pero de algún modo se las arreglan para hacer que la lista de inconvenientes sea siempre más larga que la de las ventajas.
No creo que lo reconocieran ni siquiera ante sí mismos, pero la verdad es que temen desplazarse a otro espacio más amplio que el suyo. Han desarrollado una especie de agorafobia sentimental que les impide exponer su amor a grandes superficies (eso es para los que aún se lanzan a la convivencia enarbolando la bandera del egoísmo). Y es que en un piso con un pasillo, un salón, una cocina y dos habitaciones podrían llegar a distanciarse de veras. De repente, E ya no tendría por qué saber qué libro lee E, qué hace, qué música escucha, o con quién habla por teléfono. Es posible que al principio no se ocultaran estos pequeños detalles a propósito, pero aun así.
Los apartamentos pequeños esconden a veces grandes verdades, por eso hace tiempo que E y E saben que en un espacio mayor no sólo caben más libros, más aficiones y más muebles. También caben más secretos. Con el espacio suficiente, incluso ellos, que se quieren tanto, podrían llegar a tenerlos.
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1 comentario:
Keep it like a secret, built to spill
Si algo he aprendido en esta última avanzadilla de tiempo es que los secretos pueden vivir y desarrollarse en espacios intracutáneos. No necesitan aire, sino sangre que los riegue con pasión y los mantenga en lo incógnito.
De todas formas, la casa de E y E aspira a algo más que a restringir un aire que los secretos no necesitan. Con el peso del cuerpo sobre el colchón de la cama, los brazos de ese cuerpo no encuentran grandes dificultades para conseguir que las manos alcancen las cartas que aguardan en el escritorio o el refrigerio tras la puerta de la nevera.
Y no hablo de antojos mientras se mira la tele, sino del sexo, ese ritual de E y E que sólo las paredes de su casa conocen. En el mazo de cartas que la mano acerca puedes encontrar órdenes como ¡humedece todo su cuerpo! o pictogramas numéricos del tipo 69; pero también docenas de juegos de la imaginación que la casa, como bien dice tu texto, no consigue mantener en secreto ni a los visitantes ocasionales.
Las dimensiones de la casa permiten incorporar al mazo cartas del tipo "a fregar los platos". ¿cómo? ¿ahora? Pues sí. Y sin salir del dormitorio mientras el otro juega su carta de "mastúrbate". Pero si el azar lo permite o el deseo rompe las reglas también se puede sacar agua del frigorífico para humedecer la garganta, seca de tanto gemir. Dicen que así refrescan la sangre y la mantienen ocupada en otros lugares donde no crecen los secretos.
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