jueves, 1 de noviembre de 2007

El vientre de la lavadora

Tengo un taburete de madera de un palmo de alto, más o menos. Está pensado, con toda seguridad, para subirse a él más que para sentarse en él. Y, efectivamente, lo uso para eso; mi cocina no fue diseñada para mí, no llego a los armarios de arriba y, siempre que cocino, me paso la mitad del tiempo encaramada a este pequeño mueble (me cuesta llamarlo así, es tan pequeño). A veces lo uso para hablar con D, o para que D me hable sin tener que mirar hacia abajo, para que me bese sin tener que agachar la cabeza, para hablar con cierta autoridad jocosa.
Tuve un compañero de piso que lo usaba para sentarse a mirar cómo se cocía la pizza en el horno. Le entendía tan bien. En doce minutos ves un proceso completo de transformación de la materia: cambian los colores, la textura, la condición (algo no era comestible y de repente lo es). Es como sentarse a ver uno de esos documentales en que te muestran cómo se abre una flor a toda velocidad. Más o menos. Pero yo nunca uso el taburete para eso, aunque suelo sentarme en él para observar otro electrodoméstico más interesante, si cabe: la lavadora. Las lavadoras me fascinan, tienen algo majestuoso y maternal a la vez. Sentarse a mirar a través de su puerta redonda es como espiar las entrañas de un robot bueno. La catarsis del proceso de purificación llega con el centrifugado y, después de un par de horas, de su vientre mana ropa limpia, perfumes artificiales, calcetines fríos y desparejados. Observar el proceso es tan terapéutico como ordenar tu casa; crees que alterando positivamente tu entorno estás haciendo lo propio con tu cabeza. No sé si funciona, pero el caso es que lo hacemos. Pues no he lavado veces mi conciencia con Dixan.
(Aunque es mejor usar Norit para conciencias delicadas).

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