viernes, 9 de noviembre de 2007

Hogar, dulce hogar

Paso mucho tiempo en casa. Leo, traduzco, bailo, como galletas, escribo esto. Y aunque hay muchas cosas a las que me he acostumbrado (a que el suelo esté tan frío por la mañana, al ruido de las cañerías, al llanto del perro Mario), hay cosas que me cuestan más. Entre ellas, una vecina cuyas singularidades, enumeradas sin mayores explicaciones, compondrían un personaje totalmente inverosímil. De todas ellas me parece interesante destacar –en la medida en que me afectan- el olor rancio e indeterminado que se escapa (huye) de su casa y su afición al canto. Ella canta. La oigo por el patio de luces mientras cocina; yo como galletas, bailo, leo, traduzco, escribo esto. Y lo que oigo es una señora de unos cincuenta y pico años con una voz más rasposa que un estropajo de aluminio, cantando una retahíla de coplas mientras, alternativamente, se va soltando pedos. Aprovecha los espacios entre canciones o los solos instrumentales que no le apetece reproducir para hablar con su loro al que (por una razón que no alcanzo a comprender) ha bautizado igual que a su hijo. Este último hecho crea situaciones confusas constantemente, y duele pensar qué fácilmente podrían haberse evitado si ella hubiera tenido la sencilla ocurrencia de pensar en otro nombre. El pobre loro, con su nombre usado, sufre como yo los recitales de la Jurado que ella es capaz de improvisar mientras prepara unos garbanzos con chorizo (ay, dios, garbanzos!) o lava una col. Lo mejor es cuando canta "No llamarme Petenera, que ese mote es mi castigo, ese nombre es la bandera que está acabando conmigo". Esta copla demuestra que la precede alguien que quiso ver el problema en la forma y no en el fondo o, en este caso, en el mote y no en los pedos que se tiraba. A pesar del tiempo, la canción se las ha arreglado para llegar hasta ella. Esto es determinismo musical y lo demás son tonterías.

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