lunes, 5 de noviembre de 2007

La burbuja musical

Desde que tengo un mp3, lo llevo a todas partes, y con él mi barrio no parece tan cochambroso. (I've been to Memphis and Muscle Shoals and I love a woman what I don't know). No salgo de casa sin conectarlo, y me evita el estrés que me producen los ruidos de los coches, de las conversaciones a voz en grito (en mi barrio la gente dispone de unas cuerdas vocales súper potentes, o son sordos, o idiotas, pero gritan que no veas, más que en otros barrios. Si vas a un bar y hay gente gritando hasta el punto de que es imposible oír la tele, el dueño simplemente sube el volumen de la tele un poco más, nadie se plantea hacer bajar la voz de los clientes). Podría perfectamente editar recopilaciones con "la mejor música para ir al Caprabo" o "éxitos imprescindibles para hacer un viaje en autobús de una hora y media". Ahora me tomo el café escuchando a Lyle Lovett, (The sun comes up in a coffee cup. Waitress, please, I've had enough) aunque entre canción y canción oiga a una mujer en la otra punta del bar gritando -y dirigiéndose a alguien que tiene a sólo medio metro de distancia- :"Mira, Mari, has visto los anoraks que hay en el Lidl?!!! Tengo que rellenar con algo esos espacios que quedan entre canción y canción (y aprender a vaciar el espacio que queda entre un pensamiento que se va y otro que llega). Como decía, ya no desconecto el mp3 para nada. El otro día me crucé con mi vecina de abajo por la escalera y ella, que es ya muy mayor y tiene la cabeza muy fuera de este mundo, (tanto como para no intuir hasta qué punto puede verse limitado un hecho comunicativo si uno de los dos interlocutores lleva unos auriculares puestos)- pues ella, me empezó a hablar. Normalmente sólo me habla para dos cosas: para decirme que, cuando llueve, las gotas de agua que resbalan de las hojas de mis plantas le mojan la ropa, o bien para quejarse de las fiestas que organizan mis compañeros de piso imaginarios. Sé que no debo discutir con ella, que lo único que consigue calmarla es que le sonría y le diga que sí. Y como yo sé sonreír y decir sin quitarme los auriculares, lo hice, ignorando su discurso y maravillándome con el espectáculo de verla allí, tan pequeñita y desaliñada, moviendo una boca que para mí no emitía sonidos, como un teleñeco despeinado (Lord I can't believe what I see, how could you be alone when you could sit right here beside me girl and make yourself at home). Más tarde, alguien me hizo notar que tal vez había llevado las cosas demasiado lejos, era una cuestión de respeto. Yo sigo pensando que no tengo el deber de escucharlo todo, ni siquiera de oírlo, aun cuando vaya dirigido a mí y aunque, en principio, me afecte. Después de todo, ¿de cuántas cosas que me afectan permanezco ignorante? Ya que no tengo la capacidad de saber todo lo que ocurre a mi alrededor, al menos puedo poner un filtro para la información auditiva que capto y que no me interesa. Me alejo de mi vecina en cuanto sus labios permanecen quietos, le digo adiós con la mano y me digo que no hago mal, pero que la próxima vez me quitaré los auriculares; me los dejaré puestos sólo una de cada dos veces que me la encuentre, por si acaso. Pero sólo por si acaso. (And I make my bed where I lay my head and I wish I heard what she just said).

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