sábado, 3 de noviembre de 2007

Perspectiva

No soy una gran cocinera. En mi mesa, la gente no suele levantar la cabeza con asombro para decir cosas como "Vaya, esto está increíble..." No es que no reciba elogios, ni que haya sorprendido a alguien escupiendo disimuladamente en la servilleta. No es eso. Lo cierto es que sé cocinar; puedo cocinar casi cualquier cosa: comida de todas las nacionalidades, para todas las estaciones del año, para enfermos, para alérgicos a lo que sea, para comer con ocho cubiertos, o con unos palillos o con las manos. De hecho, cuando me ato el delantal, no suele ser para freír un bistec con patatas. Cuando pregunto si está bueno todo el mundo dice "sí, claro, mucho." Pero, a pesar de esto, y de que sé que no hago nada mal, tampoco se me olvida que nunca he conseguido emocionar a nadie con mi comida. Entiendo que, si las reacciones son mediocres, eso significa que lo que tú has hecho también lo era, ¿no? A mí lo que me gustaría es que alguien rompiera a llorar de felicidad encima de mis macarrones, que alguien besara el plato donde le he sevido el mejor lenguado de su vida. Que alguien me llamara después de mucho tiempo de haber comido en mi casa y me dijera: "¿Sabes? ha pasado el tiempo pero no he podido olvidar tu flan de coco". Por eso, aunque sea una guarrada, cuando a D le da por lamer el plato después de comer, no me enfado, porque es lo más parecido a lo que secretamente deseo. Y es que, a la hora de la verdad, todas las aspiraciones románticas suelen materializarse en su versión doméstica, más burda, aunque terriblemente sincera. Cuando tengo un buen día incluso yo puedo darme cuenta de eso.

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